Que no desarmen a Mujica.
Ayer murió José Mujica, con 89 años. Se nos murió un compañero, y pocas veces a uno de los nuestros lo despiden así, tantos y tan distintos. Hay que alegrarse de ello, de que conmoviese a gente más allá de su cultura política, de que se convirtiese en un referente tan amplio. Y hay que pensar en por qué conmovía.
Ahora, la mejor manera de despedirle, es reivindicar a Mujica. Enterrarlo y despedirlo nosotros, no dejar que nos lo entierren con otros nombres. Mujica no era sólo un viejito entrañable, un franciscano que vivía en una granjita a las afueras de Montevideo. Mujica tuvo una historia y formó parte de una generación.
(Fotograma de la película “Estado de Sitio”, de Costa-Gavras. En la imagen, un militante tupamaro y el agente de la CIA al que secuestraron en 1970.)
Su historia, su generación.
Pepe Mujica comenzó a militar muy joven en el Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros, una guerrilla de inspiración socialista que empleó una suerte de propaganda armada para precipitar la revolución en Uruguay. Tomaron el nombre de la rebelión liderada por José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, líder de un levantamiento indígena contra la dominación colonial española, que fue ejecutado en Cuzco en 1781, un siglo antes de la Comuna de París. Su ejemplo inspiró el levantamiento de Túpac Katari, que meses después dirigió a miles de indios a sitiar la ciudad de La Paz, hasta ser derrotado y asesinado. La cultura popular aymara reivindica que murió proclamando “volveré y seré millones”. El MLN-T reivindicaba así los levantamientos populares precedentes de las independencias de las repúblicas latinoamericanas, en un discurso que identificaba al pueblo trabajador como el corazón de la patria. Se inscribía en una oleada continental que desde la Revolución Cubana de 1959 haría una lectura heterodoxa del marxismo que lo combinaba con la teología de la liberación, con el nacionalismo popular y con las luchas anticoloniales en todo el planeta.
Estas experiencias resonaron con los primeros pasos para consolidar la independencia China, con el FLN Argelino y Frantz Fannon, con el panarabismo, con la resistencia del pueblo vietnamita primero contra Francia y después contra Estados Unidos, e incluso con el nuevo movimiento obrero y estudiantil en Europa. Lo que se ha conocido como el largo 1968 fue en realidad más de una década de ofensiva de fuerzas populares que se reivindicaban todas, de una u otra forma, socialistas y no miraban a Moscú al hacerlo. De hecho, el Partido Comunista de Uruguay desautorizó a los tupamaros, como se repetiría país por país en casi todo el continente con las fuerzas de la nueva izquierda y el nacionalismo popular. Esta es la generación y la cultura política de Pepe Mujica.
La primer acción armada reivindicada el MLN-T fue un atentado contra una sede de la empresa Bayer en Montevideo por fabricar gases empleados en los bombardeos en Vietnam. El comunicado daba vivas al Vietcong y a la revolución. Le seguirían expropiaciones de comida para repartirla en barrios pobres, atracos a bancos para financiarse, enfrentamientos con la policía y el ejército en la toma de poblaciones, fugas de prisiones y el famoso secuestro de Dani Mitrione, un agente de la CIA que había entrenado en “contrainsurgencia” a la policía brasileña y se encontraba ahora en Uruguay haciendo lo mismo: enseñar a torturar para contener la insurgencia. Los tupamaros le interrogaron para exponer públicamente la participación de Estados Unidos en la guerra sucia contra movimientos populares en toda América Latina. Exigieron la liberación de 150 presos políticos a cambio de soltarle. El Gobierno Uruguayo se negó y Tupamaros reivindicó su muerte. Para cuando en 1973 los militares dieron un golpe de Estado en Uruguay, los Tupamaros ya estaban prácticamente derrotados en términos militares.
José Mujica, Facundo en su nombre de clandestinidad, fue detenido por segunda vez tras un tiroteo con la policía, y pasó en total 14 años en prisión. 12 de ellos en completo aislamiento, empleado por el Gobierno como rehén contra la guerrilla. Tras el retorno de la democracia, los presos políticos fueron liberados y el MLN-T decidió apostar exclusivamente por la movilización social y la lucha electoral e institucional. Mujica siempre inscribió este cambio estratégico en un intento de revertir la derrota de su generación, pero nunca renegó de su pasado ni de la causa que guiaría toda su vida: la lucha por una sociedad de iguales. La propia forma de estar en política de Mujica es inequívocamente deudora de una cultura política caracterizada por la preponderancia de lo colectivo sobre el individuo y por una entrega que hoy, en tiempos cínicos y descreídos, nos parece casi religiosa.
La siguiente oleada.
Tras haber pasado por el Gobierno como ministro, Pepe Mujica llegó a ser Presidente de Uruguay en el año 2009 por el Frente Amplio. También aquí fue parte de una oleada que recorrió América Latina. Sólo con las dictaduras militares se pudo disciplinar a los pueblos del continente para experimentar sobre ellos las políticas neoliberales que durante las más de dos décadas siguientes multiplicarían la desigualdad y la exclusión al mismo tiempo que entregaban el control de sus economías a poderes económicos y financieros del norte. De la contestación popular a los regímenes de desposesión neoliberal nacieron fuerzas y líderes nacional-populares que fueron llegando a los gobiernos de la región por la vía electoral: Chávez en Venezuela en 1998, Luis Inácio “Lula” da Silva en Brasil en 2003, Néstor Kirchner en 2003 y Cristina Fernández en 2007 en Argentina, Evo Morales en Bolivia en 2005, Rafael Correa en Ecuador en 2006. Con sus muchas diferencias,todos ellos aunaban la reivindicación de soberanía con la de la igualdad social y abrieron procesos de recuperación de recursos estratégicos de sus países y de crecimiento económico a través de redistribución de la riqueza.
Aquel ciclo político terminó y el balance de cada una de las experiencias nacionales es evidentemente dispar. Digamos que en términos generales fueron gobiernos exitosos en su labor de inclusión social y elevación del nivel de los sectores populares, mientras que no lo fueron tanto en la construcción de una nueva institucionalidad democrática y popular que sobreviviera a la restauración a las victorias electorales del adversario en regímenes pluralistas. Tampoco lo fueron en generar un nuevo pacto social y cultural con los propios sectores que, viniendo de los orígenes más desfavorecidos, habían experimentado un fuerte ascenso social precisamente por las políticas de los gobiernos con los que ahora se iba diluyendo la lealtad.
Este nuevo ciclo de comienzos del siglo XXI se hizo cargo de las experiencias “setentistas”, no en el sentido de reivindicarlas acrítica y nostálgicamente sino de asumirlas y conocerlas, especialmente con sus errores, como parte de una historia común, de una historia propia, con la que discutir y a la que honrar haciendo las cosas mejor. O intentándolo al menos. En la cabeza de todos los dirigentes citados, desde el militar insurgente Chávez al obrero metalúrgico Lula, del indio Evo a la peronista Cristina, estaba la entrega pero también la derrota del ciclo anterior. Para llevar esta vez las cosas más allá, por caminos distintos y el mismo horizonte.
Sin embargo, tengo serias dudas de que haya quien se esté haciendo cargo de esta última oleada. De estudiarla colectivamente, de criticarla como nuestra, de acuerdo a nuestros objetivos, de extraer lecciones, de postular líneas para el futuro: ¿cómo avanzar más y mejor en el Estado, cómo blindar, enraizar en la vida y los hábitos cotidianos, las conquistas populares de los años de mayor empuje? No podemos apoyar procesos políticos de los que luego, en su declive, nos desentendemos. No por una cuestión moral, sino de credibilidad y de aprendizaje político.
Tener historia. Y traductores.
Es comprensible que en los años 70 la izquierda europea se enamorara, de todas las experiencias del ciclo, más fácilmente de la Chilena, más fácilmente traducible a su gramática política, y de Salvador Allende, que siendo médico con gafas de pasta, blanco y derrotado lo tenía todo para los pósters. También lo es que, de esta última ola, el centro izquierda europeo “prefiera” a Pepe Mujica. Porque parecía más europeo, porque salía muy tierno e inofensivo en aquella entrevista con Évole, porque confrontaba menos, porque nos ha dejado frases hermosas, porque era muy austero. Es comprensible que cada cual tenga sus preferencias morales o estéticas.
Y es innegable que Mujica, al hablar diferente, al vivir diferente, al ocuparse también de las cuestiones del espíritu, calentó el corazón a mucha gente distanciada de las izquierdas. Cuando decía que la libertad era depender menos del dinero y su tiranía, cuando instaba a vivir la vida plenamente, con los otros, cuando decía que nadie se salva solo, incluso cuando decía que tras él miles de brazos le sustituirían. Había algo en sus palabras que trascendía su país, sus siglas, sus cargo.
Me limito aquí a apuntar una hipótesis: lo que emocionaba es que no hablaba de un programa electoral, ni de una reivindicación particular, ni siquiera de un derecho conquistado. Hablaba de una causa. Una causa por la que vivir. Hablaba de la necesidad de fundar otra vida, otra cultura y otra civilización que nos permitiera estar menos solos, menos presos del mercado, más dueños de nosotros, más felices en común. Tengo para mí que el secreto del éxito de Mujica fue entender y transmitir la dimensión espiritual fundamental en los compromisos colectivos. La que le hizo a él entregarse, aguantar, levantarse y seguir. Trascender, ser parte de algo más grande. Mujica lo llamó socialismo durante más de media vida. Luego tuvo el acierto de intuir que esa palabra no significaba lo mismo más allá de los confines de su generación. Que a muchos ya les daba rubor. Pero siguió hablando de lo mismo, con otras palabras. Era, en ese sentido, un traductor.
No existen los actores políticos que no tienen historia, que no tienen liturgias, que vienen de ningún sitio. Sin eso, sólo hay papeletas o repartos institucionales. Y flotar en la actualidad, siempre de paso. Así que es importante que recojamos y contemos a nuestro Mujica porque nadie más lo va a hacer. Porque corremos el riesgo de que nos lo entierren ellos y nos cuenten ellos, dentro de unos años, quién fue: un viejecito inofensivo y amigo de todos. Y nosotros seguiremos sin historia, sin referentes, sin nosotros.
Pepe Mújica formó parte de dos ofensivas contra el poder de las oligarquías y por la justicia social. Una le llevó 14 años a la cárcel, como compañero. La otra a ser Presidente, como compañero. Ayer murió, compañero. Que la tierra le sea leve.